Bonifacio CAÑIBANO (Público, 22 de juny 2013)
Fuentes de Andalucía está situado en plena campiña sevillana, entre Écija y Carmona. En el verano hace un calor de justicia. Lo hará este domingo, en el que la gente del pueblo va a levantar un monumento a las mujeres que violaron y mataron los fascistas en el 36, en otro verano muy caluroso.
¿Otra historia de terror sobre la Guerra Civil?
Hasta cierto punto. Esta será una historia sobre la impunidad y el olvido
Aquel 18 de julio, cuando ya atardecía, la gente de Fuentes estaba celebrando lo que en Andalucía llamamos una “velá”, cuando un grupo de guardias civiles empezó a disparar. La gente huyó aterrorizada y se encerró a cal y canto en sus casas, donde pasaron la primera noche de pánico, de otras muchas que iban a venir. Estuvieron a oscuras, porque los guardias siguieron disparando hasta entrada la madrugada, alcanzaron a la acometida eléctrica de la Casa del Pueblo y provocaron un apagón general. Algunos vecinos, muy pocos, huyeron por la calle del Pozo Santo, pero la inmensa mayoría se quedó en su casa, porque en Fuentes no había ocurrido nada por lo que la gente pudiera tener miedo a represalias.
Absolutamente nada. Ni siquiera había habido problemas con el cura, ni enfrentamientos importantes con los terratenientes (dos tercios de las tierras eran del Duque del Infantado). En el informe que el párroco había hecho para el Obispado, tres años antes, “El informe sobre el estado de las almas” lo llamaban, solo se quejaba de que cada vez iba menos gente a la iglesia, que había moribundos que ya no pedían el viático, que a él algunos vecinos no le saludaban en la calle y le trataban “como si fuese un hombre cualquiera”.
¿Y los terratenientes? Estaban muy enfadados con la República, por la reforma agraria y por otra ley que les impedía traer esquiroles de otras comarcas, en caso de huelga. Pero no tenían puntualmente causas pendientes con los jornaleros de Fuentes. Solo les alarmaba que se hubieran afiliado en masa a los sindicatos y que muchas mujeres del pueblo se hubieran negado a “servir” en sus casas, después de que ellos, decidieran no cultivar las tierras para llevar a la Republica a una situación sin salida.
En Fuentes, cómo en el 70 por ciento de los pueblos de Sevilla, no hubo guerra (entendida como milicias que se enfrentan, trincheras, brigadas internacionales…) Lo que hubo, fueron tapias de fusilamiento y fosas comunes. A eso se dedicó la Benemérita y las bandas paramilitares de falangistas y requetés; todos coordinados por los militares sublevados. Una semana después del golpe comenzaron los fusilamientos (con sus espeluznantes detalles) las torturas, los robos de las cosechas, el ganado y las pocas tierras de los campesinos. La barbarie fascista, que llamaron “nuevo amanecer”, terminó con 116 cadáveres, culpables de delitos tan peregrinos como acudir a las asambleas de la Casa del Pueblo o bordar banderas republicanas.
El monumento que se levanta este domingo en el pueblo (un pozo invertido que se eleva hacia el cielo) está dedicado de forma específica a las mujeres asesinadas en un cortijo del pueblo que se llamaba el Aguaucho. Algunas eran adolescentes. Se las llevaron en un camión, las violaron, las mataron, las tiraron a un pozo y después se pasearon por el pueblo con las bragas y los sujetadores de las víctimas colgadas de los cañones de los fusiles… Tan seguros estaban de que sus crímenes iban a quedar impunes… Y tenían razón, quedaron impunes. Ellos descansan como muertos honorables en el cementerio y los huesos de ellas continúan en el pozo.
“El pasado nunca muere y ni siquiera pasa” decía Faulkner, pero para que no tenga consecuencias el camino es abolir la memoria histórica de los pueblos. Lo más inquietante de la Guerra Civil es su gigantesca ocultación. No es nada fácil esconder a los ojos de todo un pueblo la naturaleza de la mayor matanza de españoles que ha habido en la historia. Hay que reconocerles su éxito, especialmente a Felipe González y a los “socialistas” de la Transición (llamémosla Transustanciación) sin cuya colaboración “el gran ocultamiento” hubiera sido imposible. Tiene mérito que una parte de la población todavía crea que esta guerra se debió a “los excesos de la Republica”, a la radicalización de la izquierda o a la quema de iglesias. Y que hasta ahora, setenta años más tarde, no se haya empezado a difundir la verdad, gracias a los trabajos de las asociaciones de la Memoria o de aislados historiadores, que bregan contra todo tipo de problemas documentales.
Los franquistas eran conscientes de la magnitud de sus crímenes, de modo que a la salida de la Dictadura, además de blindarse con una ley de punto final, hicieron desaparecer cuidadosamente las pruebas documentales de sus delitos. En los primeros años de la “democracia” se volatilizaron los archivos policiales, los de las Comandancias militares, los de la Guardia Civil, los de la Falange y los de las Capitanías Generales. La muy precisa documentación de cuarenta años de represión sigue inaccesible en algún lugar desconocido que los gobiernos no quieren revelar. Para su oprobio histórico
Por eso no sabemos exactamente a cuántas mujeres mataron en el cortijo del Aguaucho: ¿A las 25 que asesinaron en Fuentes o solo a una parte?. Por eso desconocemos quién era el militar que dirigía al brigada chusquero de la Guardia Civil, Martin Conde, que sembró el pueblo de cadáveres. Ni de donde procedía la saña anti jornalera del cabo Moyano, ni a cuantos mató el fascista Herce, ni por qué el párroco (que no era un cura trabucaire, como alguno de sus colegas) quiso formar parte del comité que se dedicaba a identificar a los rojos. Ni quiénes fueron los delatores, que abundaban y sobraban en los pueblos. Ni si a las 26 mujeres de la localidad cercana de Villanueva del Río y Minas las vejaron también antes de fusilarlas, o qué hicieron con las 29 del Arahal o a las 24 de Paradas…
“Un pueblo sin memoria no es más que un espantajo que camina a ciegas por un espacio sin puntos cardinales”, decía Sarrionandia. Y es verdad. El pasado no está cerrado ni ha sido enmendado por el presente. Quizás restos del enorme miedo que se extendió por los pueblos y ciudades “liberadas” por los franquistas, se haya quedado en la memoria genética de la gente y siga restando capacidad para enfrentar la actual ofensiva de la derecha.
Walter Benjamín lo formula con más claridad cuando plantea que cada generación debe de contemplarse a sí misma en el espejo de las generaciones vencidas y analizar los mecanismos sociales de los que fueron víctimas sus antepasados. Quienes más necesitan la historia, dice, son los oprimidos, para no olvidar que su situación no tiene nada de “natural”. Es una concepción de la historia que escandaliza desde siempre a la socialdemocracia, tan partidaria de extender el adanismo.
La batalla por la memoria, en Fuentes de Andalucía, todavía la van ganando los asesinos y violadores del Aguaucho. Y en España todavía la va ganando Franco, que reposa en un panteón mientras decenas de miles de sus víctimas permanecen en fosas comunes.