Imaginen que en Alemania, la fundación Adolf Hitler presenta una querella contra quienes osan solicitar que se devuelva el patrimonio acumulado por el dictador o que el mausoleo en el que está depositado su cadáver sea demolido previa retirada de sus restos. Sigan imaginando: en Italia, la fundación Benito Mussolini se niega a que los papeles del duce sean puestos a disposición de los historiadores. No dejen de imaginar: la fundación Jorge Rafael Videla y Asociados, se encara, en Argentina, con quienes desean conocer el paradero de los desaparecidos durante sus gobiernos y les amenaza con llevarlos ante la justicia por su temeraria e improcedente solicitud. Prosigamos: en Camboya, la fundación Pol Pot rechaza el genocidio de los jemeres rojos y, para no ser menos que sus afines, también anuncia querellas criminales contra quienes documentan el Holocausto camboyano. No sé si en la Rusia de Vladimir Putin una hipotética fundación Stalin gozará de parecidas prerrogativas de las que en España dispone la fundación Francisco Franco, pero acumulo serias dudas de que sea así.
Solo en España, únicamente aquí, y en Chile, por cierto, la fundación que lleva el nombre de un dictador, de un golpista que se aupó al poder mediante una guerra civil y que lo detentó con los instrumentos del asesinato y el terror siempre que le fue necesario, puede desarrollar sus actividades con absoluta impunidad; amenazar con querellas a quienes tratan de que el ignominioso pasado que representa no sea sistemáticamente tergiversado o sepultado en el olvido, que es lo que parecen desear quienes no quieren que este recuerdo de lo que en términos históricos aconteció dos días atrás sea convenientemente analizado. En España sí es posible que un mamotreto de inquietante y sombrío diseño, resultado del aberrante delirio del dictador, siga en pie recordando a todos quién ganó la Guerra Civil, cómo la ganó y torturando a muchas de las víctimas de la misma, enterradas, violentando la voluntad de sus descendientes, junto a quien jamás albergó el escrúpulo más nimio a la hora de dar la orden de su asesinato.
Este es un país sumamente extraño. ¿Es concebible que en Alemania, Italia, Argentina o Camboya, las familias de sus respectivos dictadores conserven joyas arquitectónicas de alguno de sus monumentos más conocidos? Cuesta creerlo. Aquí es factible. La familia del general Franco posee no ya el Pazo de Meirás, que también es una certera patada en el estómago de quien conserva unos mínimos de sensibilidad histórica, además de cierta ética, sino dos retablos del pórtico de la gloria de la catedral de Santiago. En plena Guerra Civil le fueron regalados al general, ya que entonces se denominaban así lo que eran expolios de libro; en posesión de su familia, hija y nietos, continúan. Sucede porque, entre otras anomalías españolas, algunos, posiblemente demasiados, consideran a Franco no un dictador despreciable como pocos sino un hombre providencial. Hay articulistas que no se refieren al general como lo que fue sino que utilizan la asexuada fórmula “el anterior jefe del Estado”; rematan la jugada anteponiéndole el “don”, con lo que el dictador acaba por ser “el anterior jefe del Estado, don Francisco Franco”. Lo que da grima es que tales articulistas no tienen empacho en definirse como liberales. Prostituyen la ideología seguramente sin tan siquiera percatarse. No son capaces de llegar a tanto.
A qué extrañarse de que en España la herencia franquista siga lozana, posea un vigor inusitado y quienes con desparpajo la defienden puedan amenazar con sepultar a querellas a los que simplemente demandan una restitución histórica. No lo han tenido y no lo tendrán fácil. Siempre se ha dicho que Franco murió en su cama para precisar que aquí no hubo un punto y aparte, que no se hizo la limpieza, por incompleta que fuera, que sí se llevó a cabo en Alemania, Italia, Argentina o Camboya. En España no ha habido la terapia acometida en Alemania o la similar italiana; no, aquí se ha interpretado la transición como el olvido permanente de todo lo acaecido antes del 20 de noviembre de 1975, lo que posibilita que se vea cómo la fundación Francisco Franco se niega a entregar los papeles del dictador o como los poderes públicos, el Estado, no se los reclaman, ni con el PSOE en el gobierno ni con el PP. Son unos documentos que los historiadores necesitan pero la fundación los ofrece a quien considera oportuno. Los tiene en propiedad. Los legajos del dictador no pueden ser consultados libremente, como tampoco pertenecen a Patrimonio Nacional muchos de los regalos que recibió, de grado o por fuerza, incluido el Pazo de Meirás, donde todavía está la biblioteca de la que fue su propietaria, la condesa de Pardo Bazán. La posee la familia de Franco. Inaudito, pero cierto.
Que a nadie le sorprenda si desde el exterior, al hablar de España, se presta mucha atención a algunas de esas cuestiones, que no se rechace, aduciendo lo de groseras ingerencias, las presiones de quienes en el extranjero quieren saber las razones por las que en España todavía seguimos sin ajustar cuentas, históricamente, democráticamente, que nadie entienda un deseo guerracivilista, que seguro que ganas se tendrá de endosarlo, con un pasado trágico y deplorable.
Una anomalía española
JOSÉ JAUME (Diario de Mallorca, 8 de març 2012)